Antes de todo, me parece que una pastoral misionera no puede comenzar si no es tomando en serio la misión. En el principio se nos pide un hondo sentido de ser enviados, de ser apóstoles, de acoger con gozo la tarea que “el enviado del Padre” nos ha transmitido. La Iglesia apostólica se sintió enviada; y vivió la misión con pasión y audacia. Es esta audacia y esta pasión la que es necesario recuperar si queremos llevar el evangelio de Jesús a los jóvenes de nuestro tiempo. Jesús ha puesto la continuidad del Evangelio en manos de los discípulos.
Esta tarea de anunciar a los jóvenes el Evangelio del Reino pasa inexorablemente por nuestra propia experiencia de fe. Quizás ante las urgencias de la evangelización, miramos mucho a nuestro alrededor, a las tinieblas exteriores de la secularización y de la permisividad, que la hacen tan difícil. Mirémonos primero a nosotros mismos: miremos nuestra propia vivencia de fe, nuestro amor y nuestra entrega a Cristo y al Reino. Aquí reside, en el fondo, el secreto de la pasión y de la audacia en la evangelización. Sólo si hemos sido “seducidos” por Cristo y Él vive en nosotros y nosotros queremos vivir de verdad para y en Él, nuestro testimonio puede ser veraz y creíble para los jóvenes. Sin ser gente de Dios, difícilmente podemos hablar con convicción y pasión de Dios. Es nuestra propia vida la que, en una pastoral misionera, tiene que ser y hacerse evangelio.
Sintiendo hondamente la misión y viviendo con gozo la fe en el Resucitado, podemos ir a los jóvenes. Pero es necesario ir con amor. Sólo desde el cariño y la empatía, desde el aprecio y la compasión, desde el amor y la misericordia, tal como Jesús, nuestra palabra puede llegar a ser palabra de vida y de sentido. Si nuestros ojos no alcanzan a ver más que las muchas sombras que llenan la vida de los jóvenes, sus muchos defectos y pecados, no hace falta que nos pongamos en camino. Es necesario previamente a toda acción misionera liberarse de la tentación del pesimismo. Sólo con entrañas de misericordia y siendo capaces de ver y apreciar lo bueno de los jóvenes, podemos llegar a ellos, conectar y crear el clima adecuado para la evangelización. Ante todo, es necesario quererlos. Después, ciertamente, queda todavía la ardua tarea de la siembra y el paciente acompañamiento para que pueda crecer y dar fruto.
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